La muchedumbre difícilmente se ve cuando se es parte de ella. Hace falta observarla desde una distancia, o supervisarla desde un balcón, o trepar un poste de iluminación. Desde ahí, tal vez aparece una forma, pero especialmente aparece un espectáculo de movimiento y emoción. Ya los pintó desde cierta altura desdeñosa un moralista como Pieter Breughel. A partir del siglo XVII los códigos clásicos y normas académicas expulsan la muchedumbre de la pintura, que sin embrago se instala en el grabado. Ahí, y en un artista como Bernard Picart, su superficie aglutinante, inquieta y puede servir como ilustración de estampas etnográficas. Más tarde, cuando la muchedumbre surge como fuerza política, los artistas se ven obligados a replantearse el problema de sus motivaciones y pasiones: ¿son sus componentes seres anónimos que piden nuestra simpatía, o son un torrente de emociones desenfrenadas, imposibles de contentar? ¿Qué quiere la muchedumbre, y qué sucede cuando sus pasiones nos desbordan?